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El señor de las arenas

Sobre un breve viaje a Madrid

Sobre un breve viaje a Madrid Es una calle cualquiera, solo apta para perdidos, indígenas o peregrinos que buscan algún inocuo santuario. Por tanto un bar cualquiera, con restaurante y una minúscula barra a la que sus formas curvorectas hacen parecer aún más minúscula. Una mujer madura y ajada se apoya en un café con leche con algunas lentas palabras hacia la camarera, a la que aún no he conseguido ver la cara, después de tres cortados un carajillo y un revuelto. Debe de haber gente en el comedor, pero no viene demasiado ruido, quizá porque es sábado y los que tienen que trabajar tampoco están muy locuaces. La señora ajada insiste en sus lentas y carraspeadas palabras con la camarera "Anda que lo de Nueva Orleans..." dice mirando a la televisión. Hasta ese momento no había reparado en que existía una TV, uno de esos plasmas agazapados en un rincón, proyectando un infecto canal musical. La mujer ajada miraba a la televisión solo por escenificar. "Vaya problema" contesta la camarera, con su melena negra y sus gafas alargadas. Es delgada, y alta, con una larga melena negra recogida en una elegante coleta. Pero su camisa blanca y pantalón negro de alta escuela la hacen parecer una bailarina del Bolshoi cuando salta de la máquina de café a la registradora, y devuelve cinco céntimos brillantísimos a un joven con mono azul al que, inexplicablemente, no había visto en la esquina de la barra. Mientras miro de reojo a la tienda de la otra acera, que todavía no abre, se hace fuerte en la banqueta de mi izquierda una anciana señora que había saludado con familiaridad "Buenos días Ana", y luego repitiendo el saludo por su nombre de pila con la mujer ajada, el joven del mono azul que se había cruzado en la puerta, y un taciturno lector de periódico que aspira un café con leche de pie junto a la escalera. Ana contesta educadamente, y se pone de inmediato a prepararle una tostada "La tostada ¿verdad?". La anciana coge con dificultad una servilleta del servilletero que está delante de mi café cortado, y la pone parsimoniosamente sobre la barra. A continuación comienza a sacar pastillas de un pequeño monedero, de colores variados, tamaños insospechados y aspectos amenazadores. "Si no tienes tostadas ponme un tortel, Ana, no te pongas a hacerla solo para mi" le dice a la camarera. Pero Ana insiste en hacer la tostada, varias veces contra la insistencia de la anciana en no molestar, hasta que la insistencia de ambas está a punto de hacerse molesta para los demás, que observan la escena aparentemente rutinaria.

Un ruido de plásticos detrás de mi me recuerda que la tienda no ha abierto aún, y tengo ya alguna prisa por ver todos esos artículos tan apetecibles. No sin cierta dificultad por las varias horas de autobús y algún transbordo de metro, me giro para comprobar que el ruido de plásticos proviene de un enorme ramo de rosas tras el cual se parapeta un repartidor treintañero con una sonrisa entre pícara y tierna. Dice un nombre que empieza por "Ana", a lo que la mujer ajada responde con una melancólica exclamación. "¡Que bonito!" dice mientras una sonrisa abrileña sorprende a su arrugada boca. Ana afirma con seriedad "Soy yo", mientras recoge el ramo sin mover un músculo de su afilada cara. "¿Es Nacho?" pregunta la mujer ajada, a lo que Ana responde con un lacónico "No", acompañado de una marginal sonrisa a nivel de comisura. "Y esto" añade el repartidor alargando a Ana una pequeña cajita con aspecto de encerrar una petición de matrimonio, una disculpa o un perdón dificultoso. Ana lo recoge con rígida sonrisa, mientras la anciana de las pastillas y la mujer ajada cruzan sus melancólicas miradas en busca de algún recuerdo traspapelado.

Ana firma la entrega, y recoge el ramo de flores en la trastienda del bar. Sale de nuevo a la barra con una tímida sonrisa sobre su camisa blanca. Las mujeres continúan esperando una confesión que no llega, mientras sigue preparando la tostada de la anciana de las pastillas. "Un euro" me dice.

Dejo la moneda sobre la barra, mientras un hombre manchado de pintura blanca ocupa educadamente la banqueta que acabo de dejar caliente. La mujer ajada sigue sosteniéndose sobre su café con leche mirando de reojo al ruidoso ramo de rosas. La anciana de las pastillas corta con dificultad la tostada, y descubro que el joven del mono azul nunca llegó a salir del bar, y sigue apostado en el extremo de la barra. Al salir por la puerta, dejando entrar a otro muchacho con mono de trabajo, tropiezo con la voz de Ana "Gracias, hasta pronto".

La calle anodina sigue ahí, y la tienda ya ha abierto. Es sábado por la mañana, y la poca gente que anda por la calle acierta a duras penas a refugiarse en los pocos bares que están abiertos...

2 comentarios

El señor de las arenas -

Tierno porque me lees con ternura. Gracias por pasar por este particular confesionario. Muchos besos

pilar -

qué tierno y cotidiano, llevo un rato leyendo y cuesta dejar de leer tu blog.
besos