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El señor de las arenas

Tasca

Tasca

Le costó algunas horas y unos cuantos pasos difíciles que su rudo pero sobrio todoterreno alcanzase el lugar. También alguna equivocacíón, en cruces que en la memoria eran diferentes. Todo el camino, una fina capa de ceniza aparecía en los rincones del bosque, pero a esas horas de la tarde, cuando el sol había iniciado ya la cuesta abajo tras las montañas, el hayedo aparecía tan oscuro que era difícil saber cuáles eran las partes quemadas y donde se habían salvado los árboles. Afinó el olfato como un rastreador comanche, pero no acertó a detectar el torvo olor a quemado latente bajo la tierra. A su nariz sólo acudía el suave olor a gasóil mezclado con polvo que su coche levantaba. Alcanzó al fin el último claro del bosque a partir del cual un paseo a pie le llevaría hasta el lugar.

Anduvo entre los árboles, en una zona que parecía desconocer el pavoroso incendio que metros más abajo había arrasado el bosque como si el mundo se hubiera marchado para siempre. Algunos helechos, y lianas, se dejaban descolgar de los troncos de los árboles, y la tasca se esponjaba bajo sus pasos mientras, hacia arriba, el arbolado comenzaba a dispersarse y dejar pasar la última luz del ocaso indicando que estaba ya rondando los dos mil metros.

Alli estaba la caseta.

Después de rodearla como un depredador inexperto, se decidió a abrir la puerta. Le costó algunos empellones, pero al final la caseta se dejó abrir. El polvo había barnizado todo el interior, como en un abandonado cuadro en una sacristía de un pueblo deshabitado. Algunas estanterías vencidas por el envejecimiento de la madera habían dejado caer algunos libros sobre la mesa, y la escueta cocina parecía a la espera de una receta que la revitalizase. Paseó aturdido por su interior, reconociendo los objetos y los rincones, sometido a un atronador bombardeo de recuerdos, por un instante. Cogió un libro del suelo. Pensó en soplar el polvo, pero en su lugar lo retiró con la mano, lentamente, como acariciando a un recien nacido. Una vieja edición de Boecio, amarilleada, pero intacta en su contenido, apareció bajo la capa de tiempo.

Reparó entonces en el escritorio. Un cuaderno abierto y una vieja pluma habían sucumbido a la pátina de la inmovilidad. El cuaderno levemente arrugado por la humedad mostraba aún unas líneas sin terminar. Retiró el polvo solemnemente y leyó algunas frases, luego otras páginas, saltando entre ellas como en un juego de adivinación.

Pasó a la siguiente página, inmaculada aún, protegida por el envejecimiento de las de encima. Sacó de su bolsillo un bolígrafo nuevo, cuyo brillo contrastaba con los que aún permanecían en un cubo de madera sobre el escritorio. Se sentó, y se inclinó sobre el cuaderno. Lanzó un breve vistazo sobre la ventana, donde ya se mostraban las estrellas de forma exhuberante.

Escribió una línea:

"Anoche soñé contigo. Otra vez"

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