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El señor de las arenas

El vellocino de oro

En realidad todo empezó aquel día. Ya había sucedido lo razonablemente sucedible, y a mi me causaba todo aquel dolor sin que, ahora lo sé, entendiese nada. Habitaba una extraña abulia, como la aparente normalidad de quien acaba de sufrir una pérdida encierra en realidad la incapacidad para asumir el golpe.

Y entonces apareció tu traje gris. El escote revocado con aquella camiseta de cuello alto delicadamente lila. Tus botas negras casi inapreciables. Venías hacia mí, sentado en mi barril al pie de la escalera. Aquel día había soñado contigo, lo recuerdo, soñé que te vería. Pero en mi sueño no había tanta ensoñación, tanta sorpresa, y toda la profunda excitación de lo que, sin duda, era un amor al que no le cabían medidas.

Quizá aquel día empezó todo. Como si no te conociese me enamoré de tí de nuevo. Como si no tuviese las heridas abiertas que laceraban mi alma. Como si no quisera recordar que no podría tenerte jamás. Como Sammy Jenkins, tratando cada nuevo día de conquistarte como si yo mismo no hubiese muerto en la batalla poco antes. Y empecé a quererte desde cero con la pertinacia del cabello recién rapado. Y a olvidar cada nueva derrota, cada nuevo deceso que me recordase que, en esta vida, no alcanzaría jamás el vellocino de oro.

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